lunes, 14 de diciembre de 2009

Domingo gaudete




Ayer, domingo día 13, tercero de Adviento, es conocido como “gaudete”, por la exhortación de San Pablo a los filipenses –“Estad alegres, os lo repito, estad alegres en el Señor”– y las demás lecturas de la liturgia de ese día, que giran en torno al tema de la alegría. Además, antes la Iglesia reservaba para ese día el uso del color rosa.


En este contexto ha nacido Julia –en rigor, sólo cinco minutos después de que empezara– y nadie tiene que decirnos ya que estemos alegres. El milagro se ha hecho un trocito de carne que ya vive en su propio espacio dentro de nuestra casa.

viernes, 4 de diciembre de 2009

La cadena invisible


Chesterton, en su maravilloso libro sobre San Francisco de Asís, plantea una idea que me ha hecho pensar durante años, y que me ha ayudado a ver luces en la vida. Afirma, en un determinado momento, que Cristo era como San Francisco. Explica esto acto seguido:

“He aquí lo que quiero significar: que si se encuentran ciertos enigmas y frases difíciles en aquella historia de Galilea y se da con la respuesta de aquellos enigmas en la historia de Asís, ello demuestra, en realidad, que ha sido transmitido un secreto en una sola tradición religiosa, y en ninguna otra; demuestra que el arca cerrada en Palestina puede ser abierta en Asís, porque es la Iglesia quien guarda las llaves”

Un poco más adelante, aclara un algo más: “Parece probable que, si se encuentra una misma verdad en los dos extremos de una cadena de tradición, esta Tradición ha conservado la Verdad”

Dicho con mis palabras: el Espíritu siempre está en la Iglesia, aunque su exponente más santo se pueda encontrar unas veces en San Pedro y otras en una pobre choza. Al comparar con Cristo, encontramos a la Iglesia. Misteriosamente, los santos son fieles a la Iglesia, y es curioso que en sus vidas, casi como norma, se encontraran con dificultades y zancadillas puestas por la misma Iglesia, que sin duda, de forma que podríamos llamar irónica, seguía cumpliendo su misión de ayudar a santificar a los bautizados.

A veces, sobre todo en los primeros tiempos de mi fe incipiente (que ahora puede ser “incipiente grado 2”), me planteaban dudas acerca de cuestiones polémicas en las que la Iglesia daba respuestas que yo no podía entender, aunque tenía que compartir. Algunos en mi entorno se ponían etiquetas de cristianos con logotipos distintos y variados, y quitaban y ponían cosas a lo que me habían enseñado que debía de ser la Iglesia, con el consiguiente desconcierto. Al final concluí que esa misma Iglesia que me provocaba dudas a mí y a otros rechazo en algunos temas, era la misma que me había presentado a Cristo, la misma que me acogía en el momento del arrepentimiento, la misma que me enseñaba el camino de la felicidad, la misma que me animaba en los momentos de depresión. Y si era la misma que yo a veces no entendía, el problema no era de ella, sino mío, porque mis objeciones eran tan pequeñas frente a la magnificencia de su amor, que sólo podían deberse a mi ignorancia. ¿Cómo podía cuestionar el amor de quien me había enseñado a amar? ¿Cómo podía decirle, a quien me había descubierto a Jesús, que no era como me lo contaba? Preferí ser hijo y discípulo, antes que crítico y revolucionario –la crítica, para mí, pensé, y la revolución, es lo que le va haciendo falta a mi vida–.

Con el paso de los años he ido comprendiendo todo aquello que me desconcertaba: era culpa mía. Nunca dejé de confrontar nada con la razón por el hecho de que fuera exigencia de la fe; pero ésta me ayudaba cuando la otra no podía. Con razón decía Juan Pablo II que la fe y la razón son las dos alas que elevan al espíritu humano al conocimiento de la verdad: así es como lo he vivido. Tampoco es que yo sepa mucho; pero si me fijo en los santos, entiendo muchas cosas, y veo a la Iglesia viviendo a través de ellos, como una cadena invisible con la que Dios atraviesa la Historia.