viernes, 2 de abril de 2010

Odio a Ratzinger


Es duro reconocer que hay sacerdotes que cometen pecados gravísimos, pero sería infantil negar que tal cosa puede suceder, porque no son menos humanos que los demás, y probablemente pasan una vida de más dificultades, tentaciones y sacrificios que la mayoría.

No voy a entrar en el debate de la influencia del celibato en la comisión de abusos por parte de algunos curas: plantearlo es sencillamente una estupidez. Es como decir que, por haber abjurado de la violencia y haber aceptado poner la otra mejilla, son más proclives a convertirse en asesinos en serie. La lógica y las estadísticas nos dicen que lo serán menos, porque el camino que han elegido discurre más apartado del tipo de vida que favorece el desquiciamiento sexual y sus perversiones. Son aquellos que están más inmersos en la pornografía y la promiscuidad quienes más fácilmente pueden deslizarse hacia el territorio de la aberración; pero, en cualquier caso, las desviaciones de este tipo suelen contar con raíces malsanas –congénitas o adquiridas– que es más raro encontrar en quienes viven en el equilibrio, la austeridad y la renuncia.

La cuestión por tanto no es si la Iglesia es la fuente de la pederastia: es obvio que no, porque nadie como ella la combate, y no sólo a ella, sino a cualquier reducción de la persona a objeto de placer –que, en última instancia es la raíz de todos los abusos: por eso es más raro que se den en su seno–; pero esto no significa que esté libre de la contaminación ambiental, que en nuestros días es fortísima, y que
por ello enfermen también algunos de sus miembros.

El verdadero asunto es que algunos odiadores profesionales de la Iglesia, con el apoyo de los medios de comunicación, creen haber encontrado un filón para desacreditar a Benedicto XVI. Me llama la atención cómo, los mismos que en sus tiempos de Prefecto del Santo Oficio criticaban la labor de Joseph Ratzinger, y se hacían cruces por la posibilidad de que llegara a ser Papa un “inquisidor”, hoy que es Sumo Pontífice le acusan de no haber “inquisitoriado” lo suficiente a los curas pederastas: tal vez debió haber levantado hogueras en las plazas para quemarlos.

Pero tampoco entonces le hubieran aplaudido los que ahora lo critican, porque la cuestión no es ésta, sino el odio a Ratzinger, el odio al Papa, el odio a la Iglesia. Porque son un estorbo para los que anhelan reducir al hombre a puro objeto de sus intereses y placeres.