sábado, 29 de marzo de 2008

Termópilas


En el año 480 antes de Cristo, Jerjes, que por entonces gobernaba el inmenso imperio persa, tomó la decisión de invadir Grecia. No era especialmente el deseo de aumentar sus dominios lo que le movía, ya que la tierra griega no destacaba por su riqueza, sino sobre todo el ánimo de desquite por lo que le ocurrió a su padre, Darío, derrotado por los helenos en Maratón. Así, como cuenta Herodoto, reunió el mayor ejército conocido, que por donde pasaba secaba los ríos.

Los griegos, obviamente, se alarmaron. Pero destacó la reacción de Esparta, ciudad-estado o polis que no había llegado a tiempo de participar en Maratón. Para un pueblo que estaba consagrado a la vida militar y el arte de la guerra, esa ausencia pesaba como una losa, y fueron los primeros voluntarios para hacer frente a la gran amenaza. Uno de sus dos reyes, Leónidas, reunió a trescientos de sus mejores guerreros y, junto a algunas falanges de otras ciudades, se aprestó a recibir a sangre y fuego a los persas, en el estrecho paso de las Termópilas.

Lo demás es historia. Y leyenda. Y cine. A la vieja peli «El león de Esparta», se unió el año pasado la famosa «300», que toma principalmente como referencia un cómic de Frank Miller. Hay que reconocer que las imágenes son poderosas, las escenas de lucha impactantes, y la película no deja indiferente; a mí particularmente me ha gustado mucho. Pero están las inexactitudes históricas, y por eso antes de verla me he querido leer el libro «Termópilas: la batalla que cambió el mundo», del historiador Paul Cartledge, uno de los mayores expertos mundiales en el tema. Así me he enterado de que, a diferencia de lo que nos presenta la película, los espartanos tenían barba, pero no bigote, iban descalzos, y además el rey Jerjes no debía de parecer una drag-queen.

Pero al margen de estos pequeños detalles y algunas hipérboles tributarias sin duda de su origen comiquero, la peli refleja la gesta y lo que sabemos de ella, mezcla de historia y de leyenda. Para Cartledge, aquella derrota heroica fue decisiva para que Europa se salvara, o al menos que llegara a ser lo que conocemos, porque el triunfo de Jerjes hubiera pasado por encima de la democracia ateniense, y de las figuras que vinieron poco después: Sócrates, Platón, Aristóteles, padres de nuestra cultura. La pírrica victoria persa en las Termópilas dio tiempo a los griegos a organizarse y sobre todo a inflamarse de moral, lo que les permitiría derrotar al invasor definitivamente en Salamina y Platea.

Yo todavía hoy me enardezco ante la epopeya espartana. Y a pesar de que contaran entre sus defectos la eugenesia, la pederastia y la esclavitud, no puedo dejar de asomarme al pasillo de mi pasa y sentir una heroica disposición a sacrificarme antes de franquear el paso al enemigo.

jueves, 27 de marzo de 2008

Miscelánea


Quiero agradeceros vuestras últimas visitas a mi humilde blog. Hoy cumplo años y he recibido muchos regalos, ya os podéis imaginar, libros y películas, películas y libros, sobre todo, pero también ropa y dulcecillos, que no sólo de cultura vive el hombre. También es un regalo que leáis las cosas que se me ocurren con mucho o ningún esfuerzo.

Pero dejo de hablar de mí, que no me gusta. Pensando en el tema de la entrada de hoy, he pasado por varias ideas. Podría hablar del futuro de España en la Eurocopa, que de pronto vuelve a pintarse de rosa porque Villa metió un gol de churro que ya comparan con el de Zidane. Podría hablar de las amenazas de que Ibarreche deje de promover un estatuto a cambio de que Zapatero le regale uno aún peor. Podría hablar de la próxima emisión de sellos de castillos, que no sé ni cuándo cae este año. Podría hablar de la luz maravillosa que tienen las fotografías de actores de los años treinta y cuarenta, que les dan cien mil vueltas a cualquier foto de Keyra o Scarlett, por muchos morritos que pongan. Podría hablar de la inmadurez a la que nos conduce la educación sentimental de nuestros días, a través de series españolas o americanas, a fin de que seamos unos desgraciados el resto de nuestros días ignorando las causas. Podría hablar de Dios y de su bondad infinita. Podría hablar del Diablo y de sus mil disfraces para que desconozcamos su existencia. Podría hablar de los complejos que ahogan en la garganta las palabras que debemos decir y los que taponan los oídos ante las verdades que tenemos que oír. Podría hablar del valor de unos cuantos inocentes que no tienen miedo a la escabechina. Podría hablar de cómo un atardecer sigue siendo fuente de belleza aunque transcurran siglos. Podría intentar componer un endecasílabo, con el temblor furtivo de mis labios. Podría hablar de un par de cosas que voy intuyendo desde hace tiempo, pero que me guardaré para escribir algunos libros. Podría hablar de sueños y profecías, pero tengo tanto que hacer que no hay más tiempo.

Así que… feliz día de mi cumpleaños para todos.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Hipérboles periodísticas




Inicio una nueva sección de crítica con la que me voy a poner las botas. Podría parecer un recurso fácil para engordar mi blog el recurrir a la crítica de las cosas que dicen y escriben los periodistas; pero es algo que quería hacer desde hace mucho tiempo, porque me ponen muy nervioso con sus frases hechas y no sé cómo cantarles las cuarenta. Así que voy a aprovechar este espacio para desahogarme un poco.

Por ejemplo, es ya lugar común que la climatología nos agüe la fiesta o las vacaciones, aunque a veces nos proporciona días luminosos. Cualquiera diría que los climatólogos, esos científicos estudiosos del clima, son en realidad una secta de hechiceros que se dedican a convulsionarse en danzas y a emitir sortilegios que domeñen el tiempo atmosférico según su capricho. Pero esos señores y señoras, igual que la ciencia a la que se dedican, no tiene nada que ver con los mapas que nos ofrecen en las noticias anunciando lluvias o vientos, salvo que nos creamos a pie juntillas que el cambio climático es una realidad presente y cotidiana hasta la última gota. En cualquier caso, la Climatología determina tanto que esté nublado o no como podrían hacerlo la Anatomía, la Filosofía o la Gastronomía.

Otra exageración común entre el gremio reporteril está asociada a los accidentes y catástrofes. Da igual cuáles sean sus dimensiones, su naturaleza o la cuantía de los daños. Invariablemente, los informadores no dudan en hacer la misma evaluación: «ha quedado totalmente destrozado». Uno intuye una pobreza lingüística atroz, pues un coche, pongamos por caso, puede salir de un accidente abollado, machacado, despachurrado, aplastado o carbonizado, y siempre en distintos grados. Pero el criterio oficial parece ser que, en cuestión de sucesos, sólo se puede informar de lo que está totalmente destrozado. Como el idioma.

lunes, 24 de marzo de 2008

¡Feliz Pascua de Resurrección!




Aunque un día tarde, no puedo dejar de congratularme aquí por la Resurrección de Cristo, y desearos a todos que os colme de felicidad. Porque, como dijo San Pablo, «si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios».

Es salvadora la cruz, porque en ella se limpian nuestros pecados por el sacrificio de Cristo. Pero, además de purificarnos, podemos vivir para siempre gracias a su victoria sobre la muerte. Esto fue lo que hizo a los apóstoles dar un giro a su existencia y, con la fuerza del Espíritu, lanzarse a los caminos a anunciar el Evangelio. Ya lo dijo San Agustín: «La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo. No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos; todos lo creen. Lo verdaderamente grande es creer que ha resucitado».

Hemos sido confirmados en esta fe gracias a la alegría de la Pascua. ¡Felicidades!

lunes, 17 de marzo de 2008

Procesiones


Ha empezado la Semana Santa, y con ella las procesiones. No conozco otras que las andaluzas, pero, dicho sea sin ánimo de ofender a nadie, creo que nunca me han gustado. Pasé del temor infantil hacia tambores y nazarenos, al desinterés, luego al rechazo, y finalmente al desconcierto. Me he esforzado por vivirlas con espíritu cristiano, y los resultados han sido muy pobres –aunque la vida espiritual no consista en obtener resultados–. He intentado vivir sus aspectos más folclóricos, y me he sentido tan desplazado y fuera de lugar como en la feria. He procurado recrearme en las dimensiones artísticas, y me han invadido la incomprensión y la decepción, quizá porque en mi pueblo no damos para más. Me confieso incapaz de apreciar la filigrana de pan de oro, la elegancia de los paños y el gusto de la ornamentación floral. No entiendo por qué la Virgen va semioculta tras un bosque de velas, ni la razón de su pesado vestuario.

Pero, siendo esto cuestiones secundarias, me causa desazón el no encontrarme a Cristo en estos Cristos, ni en la mayoría de estos cristianos que los acompañan. No lo encuentro porque no hay silencio, ni respeto ni ambiente, ya que no confundo el respeto con la idolatría de algunos. No lo encuentro porque me lo escamotea el lujo de los tronos y las vestiduras. No lo encuentro porque la admiración que veo en mi derredor se dirige más a las proezas motrices de los costaleros que al sacrificio de Nuestro Señor. No lo encuentro porque la gente se santigua mientras insulta al vecino o raja del Obispo que acompaña el paso. No lo encuentro porque los procesionantes parecen participar más en un desfile de modelos o en una competición deportiva que en un acto de culto. No lo encuentro porque cuando asisto a estos eventos me siento solo con mi creencia.

Tal vez sea todo culpa mía. Mi fe puede que sea demasiado intelectual y no entiendo la popular ni me traspasa. Puede que los prejuicios hayan arraigado tanto en mí que no pueda ya apreciar estos gestos de devoción callejera. Pero también es verdad que hay una crisis en nuestra Iglesia, y las avenidas no las toman estos días los más fervorosos creyentes, sino muchas otras personas que, por mil motivos distintos, se muestran encantadas con los paseos de las imágenes. Esta es mi particular cruz de la Semana Santa, lo que para otros es la cara.

viernes, 14 de marzo de 2008

Sweeny Todd




Sweeny Todd me ha parecido una película preciosista, porque recrea con tal puntillismo y amor un ambiente concreto, de época, como se suele decir, que merecen un aplauso. También alcanza este reconocimiento a la banda sonora, que me ha cautivado por su poesía con tintes siniestros, aunque algunos hayan criticado las dotes cantoras de los actores. Desde luego, sus creadores estaban enamorados de la historia.

Lo malo es que el amor y los amores de su director, Tim Burton, se decantan hacia zonas del alma que, si existen, darían para poblar alguno de los infiernos de Dante. De hecho, los protagonistas principales, asesinos ellos, amén de locos, parecen fantasmas en medio de un decorado de casa encantada. Por su parte, las víctimas, que son casi todos los demás, no pasan de ser odres de sangre muy sensibles al roce de una navaja de plata. Pero no hay solo roces, sino tajos, estocadas y mucha carnicería. La escena del árbol sangrante de Sleepy Hollow aquí se repite con profusión y aspersión.

Lo que ya no acierto a decir es si todo esto, tan bien hecho y presentado, está realizado con arte y gusto, porque la consecuencia primera es un revoltijo de náusea en el estómago. Y la sensación de que este mundo de Tim Burton existe dentro de un libro olvidado, que a su vez reposa dentro de un ataúd, que se abre dentro de la pesadilla que tiene un espectro.

jueves, 6 de marzo de 2008

Zapatero y Rajoy

A petición popular, escribo sobre un tema que no me agrada (políticos y elecciones), pero me veo obligado a ello por responsabilidad cívica, que de todo tiene uno.

Nos encontramos ante dos candidatos –los demás son filfa, con perdón– que no pueden negar su condición de políticos, dicho sea en el peor de los sentidos: hacen discursos ampulosos, les gusta el efectismo y la retórica, interpelan a la sensibilidad, miran a los ojos como si tuvieran virtudes hipnóticas, y están dispuestos a decir cosas en las que no creen demasiado, o a cerrar los ojos ante lo que creen, con tal de salir victoriosos en las elecciones. Hasta aquí, parecería que ambos pertenecen a la misma caterva despreciable, y que tanto daría votar a uno como a otro. Pero no.

Ciertamente, hay diferencias en los programas y sobre todo en los principios; pero no voy a entrar en ello porque ni yo ni mis lectores, ni siquiera la mayoría de los españoles, conocemos esos aspectos muy a fondo. Me voy a centrar en las personas de los candidatos, que con ello he empezado, y además es algo que cualquiera puede hacer también, después de leído este panfleto.

Resulta que uno de los dos miente más allá de lo normal; esto es, no miente puntualmente, sino que lo hace de forma sistemática, estructurada, se podría decir que ontológica. Miente desde que comenzó a hablar en público, no ha dejado de hacerlo ni se vislumbra una conversión. Todo su discurso es una red tupida de mentiras donde las escasas verdades, que se cuelan aunque sólo sea por exigencias gramaticales, no relucen, y es que tampoco respeta la gramática. Este mismo candidato es dueño de un discurso oblicuo, almibarado y hueco, que no dice nada concreto pero que dispara dardos narcotizantes hacia el electorado y ponzoñosos hacia sus contrincantes. Es un candidato que no hilvana sus ideas, sino que las yuxtapone en razón de su olor y peso, igual que hace con las palabras que las enuncian, si se puede decir así, de forma que su discurso es mera retahíla de conceptos y silencios que los subrayan. Sobra decir que este candidato pretende manipular, porque engola la voz de continuo, mira con una convicción que no puede existir en este mundo, y engaña con desfachatez crispante, sin importarle que hace tres días dijera cosa diferente. Es un candidato, en fin, que tiene un séquito a su servicio para tirar las piedras sin ensuciarse las manos, y luego él reprochar al agredido su escaso talante democrático…

¿Sabéis quién es? Pues no será tan fácil averiguarlo. Porque aunque es falso, iletrado y turbio, se las ingenia para salir victorioso en todas las encuestas y que el malo parezca el otro, que solamente es torpe. Todo el que haya sido atrapado como un pececillo en su red de mentiras, todo el que haya sufrido la educación menesterosa que nos ha dejado su gobierno, todo el que se haya rebajado a vender su alma por los sobornos que arroja al pueblo lacayuno dirá que es el mismo Dios. Y el propio personaje lo debe de creer, pues ya dijo una vez, con desvergüenza blasfema, que es la libertad la que nos hace verdaderos. En el fondo querría decir que es su voluntad la creadora de la verdad con la que quiere hacernos comulgar a todos. Ojalá no lo consiga.

lunes, 3 de marzo de 2008

Las hermanas Bolena


El primer tercio del siglo XVI fue muy agitado en Inglaterra. Su rey, Enrique VIII, que había recibido el título honorífico de Defensor de la Fe Católica, consumó el cisma con la Iglesia de Roma. La razón principal, aunque confluyeron otras, fue su fascinación por una ambiciosa cortesana, Ana Bolena, que no conforme con ser la amante favorita del rey, le indujo a librarse de su esposa. Ésta, Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, había cometido el imperdonable pecado de no darle un heredero varón. El matrimonio, por otra parte, era válido, y ninguno de los intentos de Enrique VIII para que el Papa reconociese una forzada nulidad dieron resultado, pues lo que pretendía realmente era la disolución de un vínculo que había surgido con todos sus elementos necesarios. Cuando vio que esa vía era imposible, forzó la separación de Roma e impuso a su pueblo la obligación de guardarle lealtad al precio de abjurar del catolicismo. Algunos se opusieron por salvar su fe y su conciencia, como Tomás Moro, y por ello perdieron la cabeza, literalmente. Puede resultar sorprendente que en unos tiempos de corrupción y ligereza de costumbres como aquellos, en los que la santidad del matrimonio y la fidelidad eran tan cuestionadas, hubiera personas inteligentes que estuvieran dispuestas a perder su vida con tal de no aceptar un divorcio encubierto. Tendríamos que aprender mucho de ellos en nuestros días.

La película «Las hermanas Bolena» cuenta parte de esta historia, digamos que es la otra cara de «Un hombre para la eternidad» (la pasión de Tomás Moro y una de esas pocas películas imprescindibles). Narra el ascenso al poder de la ambiciosa familia Bolena, y las consecuencias de su desmedida avaricia. Está bien interpretada por Eric Bana, Scarlett Johansson, Natalie Portman y Kristin Scott-Thomas, pero quisiera destacar a la española Ana Torrent, que en su breve papel como Catalina de Aragón da un realce al personaje que no he visto en otras películas, lo que permite apreciar la dignidad y firmeza de su posición, y me hizo sentir un cierto orgullo. También es destacable que una película de época deje en mal lugar a casi todos los protagonistas no españoles, es decir, que se atenga a lo esencial de la historia, ya estamos cansados de tanta leyenda negra antiespañola.

No es una película excepcional, pero sirve para conocer un poco la historia. Ahora bien, es preciso completarla con la fabulosa «Un hombre para la eternidad».