domingo, 22 de noviembre de 2009

La vida que desborda


La vida es un simposio (no precisaré de qué). En un simposio cualquiera, celebrado en una universidad a orillas del mar, asiste uno a ponencias deslumbrantes y a fraudes conferenciales; participa uno de aplausos y bostezos; se huye del sueño que nos alcanza, y no acaba de alcanzar los sueños que siempre nos rehúyen; comenta puntos de vista doctrinales, y pone a la vista de todos algunos puntos (o verrugas) de la doctrina; se ríe de cualquiera y de uno mismo, pero más de los primeros; se entera de cosas que no sabía, y sobre todo se entera de que no sabe prácticamente nada; se vuelve a encontrar a personas que apreciaba, a otras que menos, y a algunas no las encuentra, pero siempre hay novedades interesantes.

Todo comienza con un viaje iniciático, y el regreso es un viaje agónico. La maleta vuelve llena de nuevas perspectivas, porque la vida no se agota, se agota uno antes. Y en compartimentos olvidados, se oyen risas; en baúles cerrados, bullen ideas; en rincones oscuros, brilla una luz misteriosa. La vida suma y sigue, continuamos descubriendo nuevos pasadizos, abriendo puertas que permanecían ocultas, saludando rostros desconocidos que nos reflejan y que resultan ser compañeros de trayecto o de celda o de existencia. La casualidad, el azar, lo imprevisible forman parte de este trajín vital que nos traemos entre manos. Ya dijo Julián Marías que la vida humana es incierta. Y la incertidumbre nos desborda.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Dónde apoyamos la fe


Que conste, para empezar, que mi fe no es más grande que un grano de mostaza… Y aun así, creo que Dios es lo más importante, pero falta el ajuste coherente con la vida que se supone que cree eso.

Últimamente veo cosas que me hacen pensar. Son tiempos difíciles, los creyentes están agobiados por el entorno social y político, parece que nada es favorable… ¿Y cuándo lo fue? Es cierto que pueden matar nuestro cuerpo, pero ya se nos advirtió que eso no es lo verdaderamente peligroso. El peligro viene de quien puede condenar nuestra alma. Y en nuestra alma se pueden sentir las presiones de los malos tiempos y la hostilidad social y política; pero no es menos mala la comodidad de los días en que el viento sopla a favor. Para nuestra alma, insisto, que es lo importante.

Relativizo los peligros, pero aquí mi intención era relativizar las esperanzas. Miro en mi derredor a los que creen como yo, y observo que se agarran con ilusión de niños a pequeñas o grandes cosas que a mí no me acaban de entusiasmar porque las veo… demasiado de este mundo. Grandiosas manifestaciones, cristianos separados que quieren volver a la Madre Iglesia, programas televisivos exitosos o pelis de valores que atraen al público. Todo eso son fruto y señal de algo bueno; pero mucho me temo que solemos valorarlo con parámetros esencialmente humanos, lo que, por otra parte, es muy humano.

¿Qué más da que hubiera treinta o cuarenta personas más en misa? ¿Sabemos acaso por qué estaban allí? Dios no cuenta, Dios ama. Mi fe se apoya en el Amor de Dios, y no en la esperanza que pudieran traerme grandes masas de –supuestos– cristianos saliendo de debajo de las piedras. ¿Somos muchos? ¿Somos pocos? Cada alma es lo que importa a Dios, que no lee las estadísticas. Un hombre solo basta para encontrar esperanza, si cree en Dios. Me gusta pensar a veces en esos mártires anónimos, que no figuran en ninguna lista, y que dieron su vida por la fe rodeados de enemigos, perdonando a los que los mataban, sin que nadie luego recordara su nombre ni quedara memoria de su gesto. Dios lo recuerda, porque Dios ama, y en eso es en lo que creo.