La otra noche me desvelé. Llovía con fuerza en la calle, mientras la casa parecía un refugio seguro, pero no indestructible. Además había cenado demasiado –y comido y merendado demasiado– y mi cuerpo estaba incómodo y rebelde. Después de un rato de dar vueltas, me fui al brasero y encendí la tele. No conocía la programación de las cinco de la madrugada. Enseguida descubrí que era de relleno y desolación. Aparte de una retransmisión en directo –desde Pekín, claro– de natación sincronizada (que sólo verían las emocionadas madres y los fastidiados novios de las chicas), únicamente encontré programuchos de esos en que un presentador pretende vender alguna burra coja a cambio de una simple llamada telefónica de avaros colmillos.
Entre tanta morralla, uno de estos programuchos atrajo mi atención. Una mujer rubia y ojerosa permanecía inmóvil, mirando fijamente a la cámara, con una mano posada amenazadora sobre el teléfono. La imagen siguió estática durante un rato, y pensé que la señal se había bloqueado. Hasta que de pronto, la pétrea presentadora bramó: “¡Tenéis que llamar ahora!”. Su tono era de ultimátum, pero latía en él la desesperación. Nadie la acompañaba, ni dentro ni fuera del estudio. Probablemente hasta el cámara se había ido a dormir, tras haber aleccionado a la mujer para que no abandonara el encuadre fijo y continuo. Me sentí interpelado, como si la presentadora hubiera estado aguardando en vela mi incorporación al programa. Adiviné su soledad abrumada como una enfermedad contagiosa que esperase propagarse por vía telefónica. Rápidamente apagué la tele y me dediqué a escuchar el tranquilizador rugido de la tormenta.
Entre tanta morralla, uno de estos programuchos atrajo mi atención. Una mujer rubia y ojerosa permanecía inmóvil, mirando fijamente a la cámara, con una mano posada amenazadora sobre el teléfono. La imagen siguió estática durante un rato, y pensé que la señal se había bloqueado. Hasta que de pronto, la pétrea presentadora bramó: “¡Tenéis que llamar ahora!”. Su tono era de ultimátum, pero latía en él la desesperación. Nadie la acompañaba, ni dentro ni fuera del estudio. Probablemente hasta el cámara se había ido a dormir, tras haber aleccionado a la mujer para que no abandonara el encuadre fijo y continuo. Me sentí interpelado, como si la presentadora hubiera estado aguardando en vela mi incorporación al programa. Adiviné su soledad abrumada como una enfermedad contagiosa que esperase propagarse por vía telefónica. Rápidamente apagué la tele y me dediqué a escuchar el tranquilizador rugido de la tormenta.
5 comentarios:
A ver si vas conciliando el sueño, que uno de estos días me levanto y me encuentro con la burra coja en el salón.
No deberías preocuparte, ya que conoces mi escasa predisposición a utilizar líneas telefónicas de avaros colmillos. En todo caso, la compraría por internet.
Muy bueno, me ha gustado un montón esta entrada! que gracia!
Pero ¿a quién se le ocurre encender la tele a esas horas?
Yo siempre he sentido que algo venenoso andaba por los canales televisivos en la madrugada, con todos esos programas enfermeizos para gente enfermiza.
Recuerdo mi primer año de residencia, cuando hacía guardias en la urgencia antigua y en el cuartucho de los celadores siempre estaba encendida una televisión vieja con programas de esos horrorosos y yo me preguntaba si no teníamos bastante esperpento allí como para ir a buscarlo a la tele...
Anda, mejor búscate un librico de lectura edificante, de esos de parrafillos que no cuesta mucho leer y que yo utilizo para espantar los pensamientos oscuros antes de dormir, generalmente no me da tiempo de leer más de 2 párrafos antes de encontrarme con el libro en lo alto de los ojos y emitiendo un fuerte ronquido por la mala postura adoptada( que no por otra cosa) y ya...¡a dormir!
Les tengo demasiado respeto a los libros como para empezarlos en situaciones tan quejumbrosas. O le tengo demasiado respeto a mi pereza como para intentar domeñarla con lecturas intempestivas.
En cualquier caso, lo cierto es que un poder maligno me atrajo hasta la tele, y a punto estuvo de abducirme. Flotan pesadillas por las madrugadas.
"Flotan pesadillas por las madrugadas".
¿Eso no es de una canción de Sabina?
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