Suelo tener muy presente una reflexión de Julián Marías. Decía que le gustaban aquellas personas que no eran del todo de este mundo. Es decir, que tenían apoyados los pies en la tierra -en el sentido literal y en el razonable-, pero que al mismo tiempo tenían la mirada, el espíritu, puestos más allá, en un terreno que unos llamarán el de Dios, otros, con más vaguedad, el de lo trascendente, y algunos más, como aquel donde todo lo material queda definitivamente relativizado.
Si está totalmente atado al mundo, no puede uno comprender cosas como la Navidad, en el sentido de fiesta vivida estos días. Así se puede explicar la depresión y tristeza que a muchos causa. ¿Cómo me van a llenar unas figurillas de barro, como van a ensanchar mi alma unas ristras de luces, como me van a devolver la esperanza unos comerciantes obsequiosos? Si la Navidad no es vista con los ojos de Dios -y con Él en su centro- lo único que logrará llenarme será la barriga. Como pasa con tantas cosas que esta sociedad ha reducido a su aspecto más superficial, la Navidad se convierte en un cascarón decorativo cuya fragilidad no resiste un examen serio. Y sobre estas fragilidades se sustenta desgraciadamente la alegría de muchos.
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