Esta película, dirigida por Sam Mendes, sigue la línea desesperanzada de su primer título famoso, American Beauty, donde retrataba a una familia americana moderna –un matrimonio y su hija adolescente– en pleno desmoronamiento. En esta ocasión se trata de otro matrimonio, más joven, aunque ya tienen dos hijos, en algún momento de la década de 1950, época que durante años se ha presentado como un tiempo idílico y que ahora parece estar en pleno proceso de revisión desmitificadora para sacar a la luz sus miserias (piénsese en la serie Mad Men).
El matrimonio de esta película –los hijos son apenas inexistentes, como fantasmas que no cuentan– está formado por un par de ilusos que no ven más allá de sus narices, o, mejor dicho, que no quieren más allá de sus narices. Consideran sus vidas vacías y sus sentimientos agotados, y por ello buscan con desesperación otra oportunidad para motivarse, un asidero externo que les agarre a la vida. En triste paradoja parecen sentirse “atrapados por la vida”, que para ellos no tiene sentido. Sus conversaciones son sartas de reproches en las que, con asombro, parecen descubrir, después de una época de introspección, que tenían otra persona delante, que incluso vivían con ella; pero otra persona que no era la de sus fantasías, la de sus falsas suposiciones, aquella que les había hecho promesas que en realidad nunca se habían pronunciado. Cada uno de los protagonistas –muy bien encarnados por Kate Winslet y Leonardo DiCaprio– vive sólo para sí, y por eso no entiende al otro, no se encuentra con él –salvo los encontronazos– y se aleja progresivamente de las posibles vías de redención –el sacrificio, el perdón–.
Sus ilusiones, mal cimentadas, no sólo se difuminan, sino que estallan en pedazos ante los graves lastres a los que se enfrentan: el egoísmo, la cobardía, la irrealidad, la superficialidad. También, no hay que olvidarlo, la falta de fe, de trascendencia, pues en no pocos momentos, los protagonistas son como adictos a una inmanencia –que, en quien no cree, siempre supone el anhelo de “otra vida” material distinta a la que tiene, que ya considera agotada–, y como seres que tienen nublado el entendimiento y colapsada la moral, se llevan por delante lo que sea, como se pone de relieve crudamente en el episodio del aborto. Merece mención aparte el personaje del esquizofrénico, que a la postre resulta el único cuerdo de la función, capaz de dibujar con afilada exactitud los verdaderos contornos del drama, aunque nunca aporte algo de ánimo; en un momento dado, ante una afirmación del protagonista, comenta: “Cualquiera puede confesar que su vida está vacía, pero hace falta valor para reconocer que es irremediable”.
Al final, Sam Mendes sólo nos presenta otro retrato de la falta de esperanza trascendente (en esto, también es un maestro Clint Eastwood). No conocemos su intención final, pero no debe de ser la de devolverle a las gentes su ilusión por vivir (recordemos que era la elevada ambición de Frank Capra en It´s a wonderful life), ni siquiera entretener para proporcionar un momento de evasión (lo que describía Preston Sturges en Sullivan’s travels). Más bien temo que algunos de los que vean esta película y lleven una vida poco satisfactoria sentirán que se hunden más y que nada merece la pena, porque nada tiene sentido y la felicidad es un sueño que se desvanece.
Por mi parte, invito a mirar más allá, y a descubrir una crítica contra la sociedad del consumo y del bienestar superficial, que es incapaz de llenar las vidas desde el exterior. Porque el sentido se halla en el corazón, donde es posible encontrar a Dios, y desde él, hacia fuera, todo es posible, sean cuales fueran las circunstancias. Un ejemplo de lo contrario, localizado en la misma época, se puede ver en la película La ganadora (Jane Anderson, 2005), con Julianne Moore.
El matrimonio de esta película –los hijos son apenas inexistentes, como fantasmas que no cuentan– está formado por un par de ilusos que no ven más allá de sus narices, o, mejor dicho, que no quieren más allá de sus narices. Consideran sus vidas vacías y sus sentimientos agotados, y por ello buscan con desesperación otra oportunidad para motivarse, un asidero externo que les agarre a la vida. En triste paradoja parecen sentirse “atrapados por la vida”, que para ellos no tiene sentido. Sus conversaciones son sartas de reproches en las que, con asombro, parecen descubrir, después de una época de introspección, que tenían otra persona delante, que incluso vivían con ella; pero otra persona que no era la de sus fantasías, la de sus falsas suposiciones, aquella que les había hecho promesas que en realidad nunca se habían pronunciado. Cada uno de los protagonistas –muy bien encarnados por Kate Winslet y Leonardo DiCaprio– vive sólo para sí, y por eso no entiende al otro, no se encuentra con él –salvo los encontronazos– y se aleja progresivamente de las posibles vías de redención –el sacrificio, el perdón–.
Sus ilusiones, mal cimentadas, no sólo se difuminan, sino que estallan en pedazos ante los graves lastres a los que se enfrentan: el egoísmo, la cobardía, la irrealidad, la superficialidad. También, no hay que olvidarlo, la falta de fe, de trascendencia, pues en no pocos momentos, los protagonistas son como adictos a una inmanencia –que, en quien no cree, siempre supone el anhelo de “otra vida” material distinta a la que tiene, que ya considera agotada–, y como seres que tienen nublado el entendimiento y colapsada la moral, se llevan por delante lo que sea, como se pone de relieve crudamente en el episodio del aborto. Merece mención aparte el personaje del esquizofrénico, que a la postre resulta el único cuerdo de la función, capaz de dibujar con afilada exactitud los verdaderos contornos del drama, aunque nunca aporte algo de ánimo; en un momento dado, ante una afirmación del protagonista, comenta: “Cualquiera puede confesar que su vida está vacía, pero hace falta valor para reconocer que es irremediable”.
Al final, Sam Mendes sólo nos presenta otro retrato de la falta de esperanza trascendente (en esto, también es un maestro Clint Eastwood). No conocemos su intención final, pero no debe de ser la de devolverle a las gentes su ilusión por vivir (recordemos que era la elevada ambición de Frank Capra en It´s a wonderful life), ni siquiera entretener para proporcionar un momento de evasión (lo que describía Preston Sturges en Sullivan’s travels). Más bien temo que algunos de los que vean esta película y lleven una vida poco satisfactoria sentirán que se hunden más y que nada merece la pena, porque nada tiene sentido y la felicidad es un sueño que se desvanece.
Por mi parte, invito a mirar más allá, y a descubrir una crítica contra la sociedad del consumo y del bienestar superficial, que es incapaz de llenar las vidas desde el exterior. Porque el sentido se halla en el corazón, donde es posible encontrar a Dios, y desde él, hacia fuera, todo es posible, sean cuales fueran las circunstancias. Un ejemplo de lo contrario, localizado en la misma época, se puede ver en la película La ganadora (Jane Anderson, 2005), con Julianne Moore.
2 comentarios:
Pues sí, la película es absolutamente desalentadora. Pero bueno, dejando a un lado lo deprimente del argumento, merecen la pena el vestuario y los protagonistas, que están geniales.
Un día voy a ir a Hollywood con unos cuantos euros y voy a invitar a unas cañas a los guionistas estos, que los noto mal.
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