Es conocido que la Iglesia católica custodia en el Vaticano un ingente patrimonio histórico y cultural, que provoca la afluencia a sus museos incluso de personas no creyentes. También se sabe de sobra que, desde hace años, hay voces que, con el motor de su ignorancia, reclaman que el Papa venda todo aquello para acabar con la pobreza del mundo. Ahora, un tipo ha puesto de moda esta reclamación a través de Facebook, y se ha generado un ficticio alboroto, azuzado por los medios que odian a la Iglesia.
No voy a andarme con rodeos. El Papa no vive como un millonario, sino que tiene un apartamento en los palacios vaticanos, apartado de lujos, y si tiene que rodearse de un cierto aparato especial –véase papamóvil–, lo hace por razones de seguridad nada exageradas. Para quien conozca un poco de su vida, no sorprenderá que lleve un vida frugal; ya era así cuando era uno de los cardenales de mayor responsabilidad en la Iglesia, y acudía diariamente a su trabajo andando y calado con una boina; tampoco a la hora de comer se alegra mucho: se nutre y ya está, lo justo para no estorbar su continua labor intelectual con el sueño que acompaña a las digestiones pesadas. Si se da algún capricho es el de tocar el piano, herencia alemana, pero también alimento del espíritu, el órgano que más le preocupa.
A aquellos que demandan que la Iglesia venda sus preciosos bienes y solucione el hambre del mundo les diré que esos bienes no son disponibles, porque su valor artístico o cultural los convierte en patrimonio del pueblo en el que se asientan, o incluso de la humanidad toda, que no consentiría que se fundiesen esculturas, o se vendiesen iglesias para hacer pubs, o se adjudicasen cuadros en pública subasta para que algún ricachón los almacenase en su caja fuerte. El valor de ese patrimonio no se mide sólo con dinero, que es lo único que se conseguiría a cambio de perderlo, cosa que, además, las autoridades civiles no iban a permitir, como ya se ha visto otras veces.
Hay que decir alto y claro que el hambre en el mundo es un problema de todos, no sólo del Vaticano, y que la responsabilidad no deja de salpicar a nadie. Cualquiera que tenga más de lo que necesita para vivir es responsable del hambre del mundo. Ni la Iglesia ni los gobiernos son los únicos competentes para afrontar esa injusticia: sólo acabará cuando cada uno de nosotros sea capaz de desprenderse, al menos, de lo que le sobra. Lo que ocurre con esta historia es que no queremos admitir que es de nuestra incumbencia, y que sólo un cambio de vida y mayor generosidad podrán remediarla.
No voy a andarme con rodeos. El Papa no vive como un millonario, sino que tiene un apartamento en los palacios vaticanos, apartado de lujos, y si tiene que rodearse de un cierto aparato especial –véase papamóvil–, lo hace por razones de seguridad nada exageradas. Para quien conozca un poco de su vida, no sorprenderá que lleve un vida frugal; ya era así cuando era uno de los cardenales de mayor responsabilidad en la Iglesia, y acudía diariamente a su trabajo andando y calado con una boina; tampoco a la hora de comer se alegra mucho: se nutre y ya está, lo justo para no estorbar su continua labor intelectual con el sueño que acompaña a las digestiones pesadas. Si se da algún capricho es el de tocar el piano, herencia alemana, pero también alimento del espíritu, el órgano que más le preocupa.
A aquellos que demandan que la Iglesia venda sus preciosos bienes y solucione el hambre del mundo les diré que esos bienes no son disponibles, porque su valor artístico o cultural los convierte en patrimonio del pueblo en el que se asientan, o incluso de la humanidad toda, que no consentiría que se fundiesen esculturas, o se vendiesen iglesias para hacer pubs, o se adjudicasen cuadros en pública subasta para que algún ricachón los almacenase en su caja fuerte. El valor de ese patrimonio no se mide sólo con dinero, que es lo único que se conseguiría a cambio de perderlo, cosa que, además, las autoridades civiles no iban a permitir, como ya se ha visto otras veces.
Hay que decir alto y claro que el hambre en el mundo es un problema de todos, no sólo del Vaticano, y que la responsabilidad no deja de salpicar a nadie. Cualquiera que tenga más de lo que necesita para vivir es responsable del hambre del mundo. Ni la Iglesia ni los gobiernos son los únicos competentes para afrontar esa injusticia: sólo acabará cuando cada uno de nosotros sea capaz de desprenderse, al menos, de lo que le sobra. Lo que ocurre con esta historia es que no queremos admitir que es de nuestra incumbencia, y que sólo un cambio de vida y mayor generosidad podrán remediarla.
3 comentarios:
Quienes argumentan que la pobreza se soluciona así son después incapaces de ayudar a pelar patatas en un comedor de caritas.
Yo creo que quienes tanto denuncian las riquezas materiales de la Iglesia, temen, en realidad, sus otras riquezas: la caridad y el perdón, la unidad y la misericordia, la fe y el amor, por ejemplo.
Efectivamente, porque esas otras riquezas trastornan tanto a la persona que la obligan a cambiar su vida. Algunos sólo quieren ver lo malo, y si no lo ven se lo inventan.
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