Quienes me conocéis desde hace tanto tiempo como yo a vosotros, seguramente no sabréis de lo que os hablo. Otros sí tenéis noticia de mi devoción por el fotógrafo Chema Madoz, y de mi afición a utilizar sus obras para hablar de cualquier otra cosa. Quienes todavía no sabéis nada de mí, estaréis descubriendo mi habilidad para no hablar de nada durante un rato.
Amigos todos:
Este regalo que se derrite es un símbolo. Y que cada uno le busque el sentido que quiera. Yo veo la vida –máximo don– consumiéndose con el paso del tiempo. A algunos no nos da ni para desenvolverla. Otros ya habrán aprovechado para zambullirla en un cubata. En cualquier caso, todo pasa. Y me vienen la memoria los cientos de películas, las docenas de libros, los miles de cuadros, en los que todavía no me he detenido a respirar, elucubrar, regocijarme. Hoy además pienso en la montaña de cosas que no he dicho y la multitud de personas –algunas interesantes- a las que no he podido escuchar, aunque me cruzo con ellas con frecuencia. Entre mi timidez y mi agobio no me queda mucho tiempo, pero a veces me asalta el síndrome del diálogo frustrado, esa conversación nunca dicha, ese equívoco deshecho, esa amistad emergente, que siguen su rumbo sin inmutarse.
Será porque tengo un discurso entre manos, mejor dicho, un papel en blanco que debo llenar de palabras, y que alguien me encomendó convencido (quién lo sabe) de mis credenciales de profesor, poeta y pedante –aunque yo jamás haya empleado esas palabras para referirme a mi persona, especialmente las dos primeras-.
Perdonadme, pero se me derrite el hielecillo…
Amigos todos:
Este regalo que se derrite es un símbolo. Y que cada uno le busque el sentido que quiera. Yo veo la vida –máximo don– consumiéndose con el paso del tiempo. A algunos no nos da ni para desenvolverla. Otros ya habrán aprovechado para zambullirla en un cubata. En cualquier caso, todo pasa. Y me vienen la memoria los cientos de películas, las docenas de libros, los miles de cuadros, en los que todavía no me he detenido a respirar, elucubrar, regocijarme. Hoy además pienso en la montaña de cosas que no he dicho y la multitud de personas –algunas interesantes- a las que no he podido escuchar, aunque me cruzo con ellas con frecuencia. Entre mi timidez y mi agobio no me queda mucho tiempo, pero a veces me asalta el síndrome del diálogo frustrado, esa conversación nunca dicha, ese equívoco deshecho, esa amistad emergente, que siguen su rumbo sin inmutarse.
Será porque tengo un discurso entre manos, mejor dicho, un papel en blanco que debo llenar de palabras, y que alguien me encomendó convencido (quién lo sabe) de mis credenciales de profesor, poeta y pedante –aunque yo jamás haya empleado esas palabras para referirme a mi persona, especialmente las dos primeras-.
Perdonadme, pero se me derrite el hielecillo…
2 comentarios:
Es verdad que sería mejor derretirnos más despacio para tener tiempo de hacer todo eso que querríamos.
Y qué lamentable es convertirse en un charquito de porra.
Menos mal que un rayo divino lo evapora para que suba al cielo.
Preciosa entrada. La verdad es que hacía mucho que no me pasaba por aquí. Pero seguro que ya has adivinado que ahora tienes otro hielicito a tu lado del que también cuidar. Y eso sí que merece la pena ver pasar día tras día.
Besotes, que hace mucho que no sé de ti.
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