No va a ser un día –hoy de nuevo me resistiré– en el que hable de las noticias-burradas que se ven en televisión, donde no se sabe si la barbaridad está en el contenido, o en el hecho de que lo presenten como información de interés.
Pero no me voy a alejar mucho de este ámbito. Porque hay otro aspecto de los programas informativos que me irrita, y que para anular mi esperanza, parece que cada vez ocupa más espacio. Se trata de la preguntita a la gente de la calle. No puedo soportar que, tras un par de frases en que se resume el argumento noticioso, los periodistas se declaren en huelga de neuronas y echen por la calle de en medio, o la que sea, para preguntar al vulgo su opinión sobre los asuntos más peregrinos.
Siempre hay algún agricultor jubilado tomando el sol, y que seguramente responderá con tino a la cuestión candente: «¿Ha hecho bien el Fondo Monetario Internacional en presionar a los gobiernos africanos que trafican con diamantes?». La respuesta será, sin duda, diamantina. No mucho más allá encontrará la atrevida reportera a la sagaz abuelita que acarrea la compra, la persona más cualificada para contestar al interrogante: «¿Cree usted que el Blue-Ray será pronto superado por un nuevo formato?». Cuánta perspicacia acrisolada entre fogones encontraremos en su respuesta. Por último, la intrépida periodista culminará su ronda de preguntas con la aportación conspicua de un estudiante de vuelta del botellón: «¿Debería reformarse el Código de Derecho Canónico para flexibilizar las condiciones de la declaración de apostasía?». La lucidez de su respuesta confirmará a todos lo rancio que sería hoy recordar ese dicho de «doctores tiene la Iglesia», frase que nuestro prócer botellonero jamás osaría repetir, perdón, conocer.
Después de estas hazañas dignas del Pulitzer, los periodistas no sólo habrán cumplido su secundario objetivo de rellenar el espacio informativo. Sobre todo, nos han proporcionado, sin pedir a cambio más que nuestra atención, una exacta radiografía de la sociedad española. Mil gracias.
Pero no me voy a alejar mucho de este ámbito. Porque hay otro aspecto de los programas informativos que me irrita, y que para anular mi esperanza, parece que cada vez ocupa más espacio. Se trata de la preguntita a la gente de la calle. No puedo soportar que, tras un par de frases en que se resume el argumento noticioso, los periodistas se declaren en huelga de neuronas y echen por la calle de en medio, o la que sea, para preguntar al vulgo su opinión sobre los asuntos más peregrinos.
Siempre hay algún agricultor jubilado tomando el sol, y que seguramente responderá con tino a la cuestión candente: «¿Ha hecho bien el Fondo Monetario Internacional en presionar a los gobiernos africanos que trafican con diamantes?». La respuesta será, sin duda, diamantina. No mucho más allá encontrará la atrevida reportera a la sagaz abuelita que acarrea la compra, la persona más cualificada para contestar al interrogante: «¿Cree usted que el Blue-Ray será pronto superado por un nuevo formato?». Cuánta perspicacia acrisolada entre fogones encontraremos en su respuesta. Por último, la intrépida periodista culminará su ronda de preguntas con la aportación conspicua de un estudiante de vuelta del botellón: «¿Debería reformarse el Código de Derecho Canónico para flexibilizar las condiciones de la declaración de apostasía?». La lucidez de su respuesta confirmará a todos lo rancio que sería hoy recordar ese dicho de «doctores tiene la Iglesia», frase que nuestro prócer botellonero jamás osaría repetir, perdón, conocer.
Después de estas hazañas dignas del Pulitzer, los periodistas no sólo habrán cumplido su secundario objetivo de rellenar el espacio informativo. Sobre todo, nos han proporcionado, sin pedir a cambio más que nuestra atención, una exacta radiografía de la sociedad española. Mil gracias.