miércoles, 29 de octubre de 2008

Películas







Lo sé, lo sé, mi blog es un asco, lo tengo abandonadito. Y no es que no haga o me pasen cosas, tal vez es que son demasiadas.

En cuanto al cine, debilidad conocida de este bloguista, he visto bastantes pelis, y voy a comentar algunas que considero recomendables:

-La gran prueba (William Wyler, 1956): es la historia de una familia de cuáqueros durante la Guerra de Secesión americana. El reparto, encabezado por Gary Cooper y Anthony Perkins, está genial, el guión es estupendo, y además está llena de optimismo y enseñanzas valiosas. Es una de esas películas que, por mucho que se vean, no cansan.

-Iron man (Jon Favreau, 2008): otra prueba de que el cómic de superhéroes es un filón inagotable. Esta vez le toca el turno al «hombre de hierro», encarnado (debajo) por Robert Downey Jr. No se parece a otras pelis de lo mismo, contando con que hay acción y humor. Es buena, y el final, en su simplicidad, uno de los mejores que he visto últimamente (y eso que el cine moderno cojea precisamente de ahí).

-El cazador (Michael Cimino, 1978): otro clásico, relativamente reciente. Una película de grandes actores y con un director inspirado para hablar de la guerra de Vietnam y los hombres que destrozó. Es dura, pero cuenta con la ventaja de que, a diferencia de otras películas similares, el protagonista principal (Robert de Niro) tiene la simpatía del espectador, lo que hace más fácil la contemplación de esta película formidable.

Aparte de esto (y otras muchas más que no menciono por no alargarme), seguimos con la segunda temporada de El ala oeste, una serie con protagonistas y guiones cultos e inteligentes que da gusto ver, a diferencia de la bazofia que habitualmente se emite por la tele. Para que no se me acuse de rancietud, también estoy viendo la reciente John Adams, premiada miniserie que cuenta la fundación de los Estados Unidos. Envidia me dan, sinceramente.


martes, 14 de octubre de 2008

Lo que perdura


He perdido la cuenta de las cosas que he hecho hoy: leer prensa, leer libros, llevar el coche a revisión, pasarme por la universidad, hacer la compra (dos veces), ver las noticias, ver una serie, reciclar basura, contestar el correo, faenas domésticas, llamar por teléfono… y preparar una lista de las cosas que haré mañana desde muy temprano.

Entre la realidad virtual y la realidad volátil, entre tantos trajines, idas y venidas, me pregunto qué es lo que queda. Antaño se hacían menos cosas, se leía menos (aunque mejor), se tenía menos información y menos compromisos. Pero lo poco que se hacía llenaba una vida, se llevaba a cabo con cuidado, tesón y… perduraba. Me pregunto cuántas de las cosas que he hecho hoy dejarán huella. Quizá debería prescindir de la mitad, o de tres cuartas partes, y hacer el resto más despacio. Abarcar menos, pero apretar fuerte. Mejor hacer una catedral que un millón de cajas de cerillas.

Y este blog está incluido, lo que no sé es dónde.

lunes, 6 de octubre de 2008

Tierras de penumbra


C. S. Lewis, conocido como autor de Cartas del diablo a su sobrino o Las crónicas de Narnia, entre otras obras, era además un reputado profesor de Oxford cuando, ya maduro, conoció y se enamoró de una escritora americana, Helen Joy Gressan. Su breve matrimonio fue truncado por la muerte de ella, lo que sumió a Lewis en una profunda aflicción de la que sólo la fe, ayudada por la razón, le pudo sacar. La historia fue llevada bellamente al cine por Richard Attenborough en Tierras de penumbra, con Anthony Hopkins y Debra Winger como protagonistas.

La película es valiosa, hondamente humana y sencilla, a pesar –o precisamente por ello– de que sus protagonistas son personas intelectualmente insignes y el ambiente en que se mueven el de la más alta cultura. Es una película que habla de la fe, del amor y del dolor, e indaga en sus mutuos vínculos.

Pero mejor que en la película estos vínculos se descubren en el librito que Lewis escribió en su esfuerzo por enfrentarse al desgarro que le produjo la muerte de su esposa, titulado Una pena en observación. En esta obra Lewis reflexiona desde la posición de un creyente que piensa, como suele ocurrir, que Dios le manda cosas para ponerlo a prueba: «Claro que lo de “enviadas para probarnos” conviene entenderlo a derechas. Dios no ha estado ensayando un experimento sobre mi fe o mi amor con vistas a poner en claro su calidad. Esa calidad ya la conocía. En este juicio Dios nos obliga a ocupar al mismo tiempo el banquillo de los acusados, el escaño de los testigos y el tribunal. Él siempre supo que mi templo era un castillo de naipes. Su única manera de metérmelo en la cabeza era desbaratarlo».

Lewis descubrió, en la conmoción que le produjo la muerte de su mujer, que estamos hechos de frágil barro, y que ni nuestras firmes convicciones ni nuestros apasionados amores son nada al lado de la magnanimidad y misericordia de Dios. Débiles criaturas, debemos volver al Creador para que la vida no se nos venga abajo en un trance doloroso. Lo inteligente, pensaba Lewis, es descubrir en el dolor razones, que generalmente obviamos, para alimentar nuestra fe.

En cuanto al matrimonio, esta misma reflexión contribuía a iluminar sus sombras: «Escribía la otra noche que la aflicción no es el truncamiento del amor conyugal sino una de sus fases regulares, como lo es la luna de miel. De lo que se trata es de vivir el matrimonio cabal y fielmente también a través de esta fase. Si duele –y claro que duele– hay que aceptar tal dolor como un elemento inherente a esta fase. No pretender esquivarlo a costa de la deserción o el divorcio, de matar al muerto por segunda vez».

El hombre verdaderamente listo, como era Lewis, es capaz de religar inteligencia y amor, amor y fe. Eso no le librará del dolor, pero su vida será más plena, y tendrá sentido.